Yo también tengo
el cuerpo hecho de sal y agua.
Déjenme ser
hombre y llorar.
Y reír.
Y cantar.
Y sufrir.
Y temblar.
Y ser débil.
Estoy lleno de
música y de aliento de los cerros.
¡No quiero ser
hierro!
En mí vive a
veces la tempestad,
pero también el
canto alegre de un jilguero.
¡Déjenme ser
hombre!
No un muñeco.
Permitan que los
jardines que nacieron con mi cuerpo
florezcan y
entreguen frutos, no estiércol.
Cuando sea niño
pequeño,
celebren las
mariposas que acaricien mis cabellos,
y dejen que me
perfume con el olor de los huertos.
Pongan un roble
a mi alcance para que suba a las ramas,
pero también las
estrellas para admirar sus destellos.
Yo también tengo
el alma hecha de sueños y anhelos.
Déjenme ser
hombre y amar.
Y acariciar.
Y besar.
Y sentir.
Y bailar.
Y ser tierno.
Estoy repleto de
luna y de gotas del mismo cielo.
¡No quiero ser
hielo!
De mí nace a
veces un huracán,
pero también
nacen soles de amaneceres nuevos.
¡Déjenme ser
hombre!
No un muerto.
Permitan que los
matices delicados de mi cuerpo
reluzcan y se
muestren con orgullo, no con miedo.
Cuando sea niño
pequeño,
celebren los
movimientos que muestre frente a mi espejo,
y dejen que
baile mi cuerpo al son del ritmo que siento.
Pongan piedras
en mis manos para lanzarlas al río,
pero también
margaritas para que aspire su aliento.
Solo déjenme ser
hombre,
¡no de hielo ni
de hierro!
©Isabel Caballer
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